Fundación CARF

24 junio, 20

Artículos de Expertos

Sobre los acontecimientos antropológicos

En 1984 señalaba el cardenal Ratzinger en “El debate moral. Cuestiones sobre la fundamentación de los valores éticos”: “Cada vez es más evidente que la auténtica enfermedad del mundo moderno es su déficit moral”

Refiere el caso de un pensador ruso que, en una visita a Ratisbona comparó la humanidad de hoy, con su miedo a los misiles, a un hombre que vive continuamente con el pánico de que su casa sea consumida por el fuego y ya no puede pensar ni hacer otra cosa que prevenir el incendio. “Pero no se da cuenta de que tiene cáncer y que no va a morir en el incendio sino por la descomposición de su organismo a causa de las células cancerígenas”

Pues bien –observaba ese autor–, la humanidad de hoy está en una situación parecida por una descomposición moral que la arruina desde dentro. Y por tanto la correcta preocupación por la supervivencia debe dirigirse ante todo a la terapia de esta enfermedad mortal que es el origen de todos los demás problemas.

El entonces cardenal Ratzinger considera válido este análisis, y plantea, en una reunión de médicos, cómo podemos conocer lo que es bueno para el hombre, y desde ahí cómo podemos diagnosticar y curar lo que no es tan bueno.

Fuentes de la moralidad: ¿la ciencia o la conciencia?

En primer lugar, se pregunta si la fuente de la moralidad puede ser la ciencia o más bien la conciencia individual. Una parte del movimiento intelectual de la modernidad plantea la alternativa entre el objeto y el sujeto. Según esto, el objeto es el mundo que la ciencia afronta, que se puede calcular; el sujeto es lo incalculable y libre, que no es objetivo –científico– sino subjetivo, porque no se puede someter a los criterios generalmente válidos del conocimiento común: aquí entrarían la religión y la moral, que no dependerían de la ciencia sino del gusto del individuo. En este caso la conciencia sería la “apoteosis de la subjetividad”, la subjetividad erigida en norma última.

Pero de este modo –advierte Ratzinger– no nos sirven ni la ciencia –representante del objeto pero que no sabe responder ante la libertad–, ni la conciencia individual –representante del sujeto, pero que no serviría para ponernos de acuerdo, puesto que sería simplemente expresión de una subjetividad autónoma)–. ¿Pero realmente es así la conciencia humana?

La conciencia y su formación

¿Qué y cómo es la conciencia y cómo debe ser formada? Ratzinger encuentra tres modos de entender la conciencia:

  1. Una participación del hombre en el conocimiento que tiene la divinidad; es decir, la voz de Dios en nosotros. Pero entonces surge el problema de las valoraciones morales contradictorias. Queda claro –como bien señala Spaemann– que no cabe una identificación entre los juicios de conciencia particulares con el discurso de Dios. La conciencia no es un oráculo infalible.
  2. La conciencia como el super-yo, es decir, como la interiorización de la voluntad y las convicciones de otro. Esta es la posición de Freud, según la cual la conciencia sería una instancia totalmente heterónoma (norma ajena), algo hecho desde fuera de nosotros mismos; como un reflejo de la voluntad de otro, un mando de control remoto dentro de nosotros mismos, que -inculcado con la educación- nos priva de libertad.Pero esto no explica todo, porque –observa Ratzinger– hay niños que antes de recibir cualquier educación se rebelan contra la injusticia; y hay adultos que se rebelan contra la aprendido o lo que hace la mayoría.
  3. Una tercera posibilidad es la que sostiene Ratzinger: “El ser humano es, en cuanto tal, un ser que tiene un órgano interno para conocer el bien y el mal (algo así como la capacidad de lenguaje). Pero para llegar a ser lo que él es de verdad necesita la ayuda de los demás: la conciencia necesita la formación y la educación”.

He aquí un primer y decisivo elemento para la respuesta a nuestra pregunta sobre cómo es la conciencia:

“Como seres humanos, no solo hemos recibido una razón calculadora, sino también una razón moral. En nosotros hay una capacidad de acogida de la verdad para el bien. Por eso, la formación de la razón moral es un mandamiento fundamental y su descuido constituye el fracaso decisivo de esta segunda explicación. Podemos reconocer lo moral en la medida en que llegamos a ser seres con conciencia (…)”.

Los maestros de la moral

¿Dónde están los maestros del “lenguaje de la conciencia”, que nos ayuden a percibir la voz interior de nuestro propio ser; maestros que no nos impongan un “super- yo” extraño a nosotros, que nos quitaría la libertad?

Aquí –explica el cardenal Ratzinger– intervienen lo que la antigua tradición humana llama los “testigos del bien”: personas virtuosas que no solo fueron capaces de hacer valoraciones morales, más allá de sus gustos o intereses personales. Fueron también capaces de discernir las “normas“ morales básicas que se transmiten en las culturas, aunque en algunos casos puedan haberse estropeado o corrompido.

Estos verdaderos maestros de moral pudieron asumir no solo la experiencia razonable sino también la experiencia que supera a la razón porque procede de fuentes anteriores, concretamente de la sabiduría de los pueblos, y de esta manera esa experiencia funda la misma razonabilidad con que entran en las normativas comunitarias.

Así se ve que la moralidad no se encierra en la subjetividad sino que depende de la comunidad humana. “Toda moral –sostiene Ratzinger– necesita un nosotros, con sus experiencias prerracionales y suprarracionales, en las que no solo cuenta el cálculo del momento, sino que confluye la sabiduría de las generaciones”. Una sabiduría que implica saber regresar siempre de nuevo y en cierto grado, a las “virtudes originarias”, es decir, a “las formas normativas fundamentales del ser humano”.

Estamos ante una buena explicación de cómo la moral –necesariamente referida simultáneamente a los valores, a las virtudes y a las normas– se fundamenta en las relaciones entre razón, experiencia y tradición; explicación que supera la cortedad del horizonte individualista, incapaz de percibir el lugar de la trascendencia de la persona hacia los demás y hacia Dios.

Razón y experiencia, tradición y trascendencia

Razón, experiencia, tradición y fe cristiana. Para garantizar la calidad de la normativa moral que puede transmitir la sabiduría de las comunidades humanas, la religión judeo-cristiana sostiene la existencia de una revelación divina.

La cuestión es cómo certificar que esas normas proceden realmente de una revelación divina. Y aquí entra la realidad de la naturaleza de los seres, es decir, su modo de ser y de actuar. Esa naturaleza –como sostiene con fuerza la tradición cristiana apoyándose en cierta tradición filosófica– nos habla de moralidad.

El problema es que en la época moderna nos cuesta admitir la existencia de una naturaleza así comprendida, porque reducimos el mundo a un conjunto de realidades materiales que se pueden calcular de modo utilitario. Pero entonces se mantiene la alternativa de si la materia procede de la razón –de una Razón creadora que no es solo matemática, sino también estética y moral–, o al revés: si la razón procede de la materia (posición materialista).

La posición cristiana se apoya en la racionalidad del ser. Así es, y por tanto todo ser está tiene una dimensión o aspecto de razón, lo que implica una conexión con la verdad, el bien y la belleza, entendidos en profunda unidad, como destellos del Creador.

Esto a su vez, observa Ratzinger, depende, y de modo decisivo, de la cuestión de Dios. Si no hay logos –razón– al principio, no hay racionalidad en las cosas. Esto para Kolakowsky significa: si Dios no existe, entonces no hay moralidad, ni tampoco propiamente un “ser” humano, es decir un modo de ser común a todas las personas, que nos permita hablar de naturaleza humana.

En efecto, y esto suena a lo que decía un célebre personaje de Dostoievsky: “si Dios no existe, todo está permitido” (Ivan en «Los hermanos Karamazov»). Lo cual, aunque suene radical a oídos contemporáneos, ha quedado suficientemente confirmado en los últimos siglos.

¿Qué hacer, entonces, para comprender y educar la moral? Ratzinger sostiene que no necesitamos tanto de especialistas como de testigos. Y con ello retoma la cuestión de los verdaderos maestros de moral. Vale la pena transcribir integro este párrafo:

“Los grandes testigos del bien en la historia, a quienes normalmente llamamos santos, son los auténticos especialistas de moral, que también hoy siguen abriendo horizontes. Ellos no enseñan lo que ellos mismos se han inventado, y precisamente por ello son grandes. Ellos testimonian aquella sabiduría práctica en la que la sabiduría originaria de la humanidad se purifica, se salvaguarda, se profundiza y se amplia, mediante el contacto con Dios, en la capacidad de acogida de la verdad de la conciencia que, en la comunión con la conciencia de los otros grandes testigos, con el testigo de Dios, Jesucristo, se ha convertido a sí misma en comunicación del hombre con la verdad”.

De aquí, advierte Joseph Ratzinger, no se sigue la inutilidad de los esfuerzos científicos y de la reflexión ética, pues “desde el punto de vista de la moral, la observación y el estudio de la realidad y de la tradición son importantes, forman parte de la minuciosidad de la conciencia”.

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Hasta aquí el texto de Ratzinger de 1984.

Podríamos decir que muestra cómo la educación moral requiere, ciertamente, argumentos racionales y ciencia o sabiduría práctica; y esto necesita, a su vez, la experiencia afectiva y el contacto con las grandes tradiciones éticas de la humanidad.

Cada uno de estos pilares (razón, experiencia, tradición) son canales vivos que, en cada uno, se intercomunican y se abren hacia y desde el centro de la persona; y la persona, para comprenderse a sí misma de modo pleno y actuar conforme a esa plenitud, también necesita estar abierta a la trascendencia absoluta (extender su horizonte hacia Dios).

Según la fe y la tradición cristiana, tanto la razón y la experiencia como la tradición y la apertura a la trascendencia encuentran su centro de referencia en la Persona de Cristo y en el Misterio de Cristo, que se nos da a participar, mediante el conocimiento y el amor, por la acción salvadora de la Trinidad.

Por ello el encuentro con Cristo, la referencia a Él, la unión con Él, la identificación con su mente, con sus sentimientos y con sus actitudes de profunda y única solidaridad por todos y cada uno, son el cauce para una vida plena, también moralmente hablando (la vida moral del cristiano es “vida en Cristo” y vida de la gracia). Desde ese centro se entiende la educación moral cristiana: la razón del cristiano, la experiencia cristiana, la tradición cristiana, la trascendencia entendida y vivida al modo cristiano. Todo ello tiene que ver con la formación de la conciencia y el mensaje cristiano.

En consecuencia, el conocimiento y el trato personal con Cristo –por medio de la oración, de los sacramentos y de la caridad– son el cauce principal que la tradición cristiana ofrece para una educación y vivencia de la moral, entendida como respuesta de conocimiento amoroso de Dios (cf. Jn 17, 3; Catecismo de la Iglesia Catolica, nn. 25, 1691-1698). Respuesta que se traduce en una vida de solidaridad y de servicio a todas las personas y al mundo creado.

Así lo enseña Cristo con su propia vida y con su enseñanza moral, centrada en el Sermón de la Montaña y en las Bienaventuranzas.

“El testimonio cristiano –ha escrito Francisco–, después de todo, solo anuncia esto: que Jesús está vivo y que es el secreto de la vida”.

Don Ramiro Pellitero Iglesias
Profesor de Teología pastoral
Facultad de Teología
Universidad de Navarra

Publicado en “Iglesia y nueva evangelización”

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